Mi Historia
MaCa LANDEROS
Nací en la Ciudad de México, en el seno de una familia de clase media, tradicional y unida. Fui la menor de 5 hermanos; de padres conservadores, moralistas, estrictos, pero amorosos a su manera.
Mi infancia fue solitaria pues mis hermanos eran prácticamente adolescentes cuando yo llegué a este mundo, eso derivó –es probable– a quererme casar a muy temprana edad; así que lo hice a los 16. Mi esposo también era muy chavo, tenía 18 años, pero lo padre era que nuestras edades, lejos de ser obstáculos, fueron un acicate para salir adelante: él vendía seguros en la agencia de mi papá, lo adoptó como a un hijo más y ¡yo estaba muy feliz y agradecida por eso! Por mi parte, me encargué de ayudarle con el gasto familiar horneando y vendiendo pays. No fueron épocas fáciles, pero pudimos salir adelante bastante bien. Dos años después nació nuestro primer hijo. Más adelante tuvimos una niña y luego otro varón. ¡Ya éramos una familia, de 5!
Siguiendo los pasos de mis padres formé una familia conservadora y tradicional, en la que las bases principales fueron la educación católica, que fue con la que me criaron. Todo mi tiempo, prácticamente, lo dividía entre ser madre y esposa. Tomaba cursos de superación personal cada vez que podía, pero mi pasión por los accesorios estaba ahí, latente; y encontré uno de armado de joyería que se convirtió en uno de mis favoritos. Mi vida era como la de cualquier ama de casa, con los sabores y sinsabores de cada día. Así transcurrieron 14 años, aproximadamente, en los que sentía que las cosas serían así por siempre, que no podía pedirle más a la vida porque tenía todo lo que pedí siempre…
Pero llegó la primera crisis en mi matrimonio por la cual tuvimos que cambiar de residencia. Lo hicimos y, en ese momento, creí que habíamos salido airosos; sin embargo, fue más bien el principio de un largo camino por querer aplazar lo inevitable. Este camino nos llevó a más cambios de residencia en los cuales se iba quedando un pedacito de mí en cada lugar. Así pasaron 7 años más, en los que yo trataba de hacer malabares para conservar mi matrimonio y mi familia. Hoy comprendo que en ese entonces era muy difícil para mí pensar en hacer algo diferente, algo así como divorciarme, pues en mi mente estaba instalado el ejemplo de unos padres que llevaban casados hasta ese entonces más de 50 años.
No lo sabía en ese momento, pero mi vida se estaba empezando a desmoronar, y yo con ella. Si alguien me hubiera dicho el giro tan grande que daría, no lo hubiera creído: todo lo que hasta entonces era seguro y conocido, daba paso a una Mary Carmen que tendría que desbaratarse y reinventarse una y otra vez. Ahora entiendo que esa es justo la manera en que debo hacerlo todos los días, si el mundo lo hace cada día ¿por qué yo tendría que quedarme estática?
Seguí tomando cursos de superación personal, pero con el desmoronamiento inminente de mi matrimonio comencé a hacer terapia individual y grupal. En la grupal conocí a varias de mis mejores amigas, que con el tiempo se convirtieron más en hermanas. Estar rodeada de mujeres tan valiosas a mi alrededor –incluyendo a mis hermanas de sangre– ha sido un bálsamo en mi crecimiento; entender que la vida es cambiante y no hay nada que podamos hacer al respecto más que dejarnos llevar. Hoy tengo la certeza de que sin ellas no lo hubiera logrado; nadie como nosotras para apoyarnos cuando lo necesitamos.
En los últimos dos años de mi matrimonio leía todo lo que se cruzaba en mi camino para ver si podía entender lo que estaba pasando y cómo detenerlo. En mi control, hice todo lo que se me ocurrió para salvarlo. Eso me dejó con un sentimiento de haber dado todo de mi parte, claro. Pero por otro lado, me sentía muy lastimada, vacía, desgastada y entendí que nadie puede hacer el trabajo de nadie más; que por mucho que nos resistamos, que lloremos o que supliquemos, va a pasar lo necesario para nuestra evolución.
Finalmente decidí pedir el divorcio. Se terminó un matrimonio de 23 años, pero lo que más me dolía era el desmoronamiento de mi familia y es, por cierto, lo que más trabajo me ha costado superar, de hecho creo que aún no lo logro del todo. Fue muy difícil aceptar que nada sería como lo imaginé. Estaba también aterrada ante lo que vendría, pero tenía que salvar la dignidad que todavía me quedaba. También me cayó este 20: había vivido más tiempo con mi esposo que con mis papás y eso me daba mucho miedo, no sabía cómo iba a poder caminar “sola”.
Aunque, afortunadamente, el lado económico no formaba parte de mis problemas, sí sentía que estaba saltando al vacío, que mi vida no tenía ni rumbo ni sentido pues mis hijos y hasta mi primer nieto se iban a vivir con su papá a otro país. ¡Tenía que hacer algo para salir de la depresión en la que me encontraba! Así que pensé: ¿qué podría hacer hoy que en mi antiguo rol hubiera sido imposible?
Y así es que, a mis 39 años, me fui a estudiar tres meses inglés a New York. Era la primera vez que viajaba completamente sola. Una de mis primeras experiencias en este camino de cuidarme sola, por ejemplo, fue que a la llegada al aeropuerto un taxista independiente me abordó, y sin darme tiempo a pensarlo, ya estaba viajando en su coche, al pagarle me robó y amenazó, no pasó a mayores, pero me di cuenta de que tendría que lidiar con ese tipo de situaciones de ese día en adelante.
Esos meses fueron de introspección y de mucho dolor. Todavía me quedaban muchas lágrimas por llorar, pero también a partir de ese momento, acepté que tendría que aprender a ser independiente. No sin asombro y con mucho orgullo me di cuenta de que era y soy capaz de hacer muchas cosas que no había ni siquiera soñado: iba recogiendo poco a poco los pedacitos que había perdido en el camino. Ese fue el primero de varios viajes que, por diferentes circunstancias, haría sola; comprobé que no tiene nada de aterrador, sino, al contrario, son justo esos momentos los que dan la oportunidad de acercarme un poco más a lo que verdaderamente soy.
La nueva situación me permitió darme cuenta de que necesitaba tiempo para reinventarme y eso incluía seguir con cursos y terapias. Además necesitaba estar ocupada con algo más, algo que le diera sentido a mi vida. Fue así cómo conocí, por medio de una amiga, una línea de bisutería fina. Invertí en ella, aun cuando me sentía atemorizada, pero fue una gran decisión, porque fue mi primer contacto con el fascinante mundo de los cristales, ese que encierra toda la magia de lo que hoy es OSAYA.
Al ser diseñadora de interiores, me fue muy fácil contagiar a mis clientas con mi entusiasmo y visión para armonizar accesorios, moda y tendencias.
En poco tiempo tenía ya una red de varias mujeres emprendedoras vendiendo estos productos. Fui incorporando líneas de otras diseñadoras. Mi admiración hacia todas esas mujeres valientes y empoderadas me hizo acariciar la idea de crear la mía propia, pues me di cuenta de la necesidad de un sector específico de mujeres maduras que gustan de accesorios modernos, de buen gusto y de buena calidad. Impulsada, y con la colaboración de mi hijo mayor en el diseño de la marca, decidí lanzar OSAYA al mercado.
Por otro lado, mi camino espiritual seguía también su curso y, poco a poco, iba despojándome de muchas de las creencias que estaban arraigadas en mi ADN: me abrí a conocer otras formas de pensar y de ver la vida, a entender que hay muchos caminos para llegar a la fuente, muchas herramientas que nos ayudan a transitar por este camino y me dejé envolver en el tema holístico cada vez más, en terapias alternativas, plantas medicinales pero, sobre todo, en el mundo tan fascinante de los cristales y las piedras.
Al unísono, iban pasando en mi vida personal varios acontecimientos como la llegada de otros nietos y, por supuesto, temas de amores y desamores porque si algo tuve claro desde mi divorcio fue que el amor de pareja no iba a dejar de ser parte de mi vida. Pensar así me llevó a conocer a un hombre estadounidense con quien estuve comprometida. Estuvimos juntos 6 años. Yo viajaba constantemente a Michigan, el lugar donde él radicaba. Estaba convencida de que mi destino era irme para allá y que, probablemente, tendría que cerrar OSAYA, pues iba a ser muy difícil dirigir un negocio a distancia.
Sin embargo, el destino de nuevo me enseñó que no se debe planear demasiado porque las cosas están en constante movimiento. Esto me llevó a acudir a una terapia de Bioingeniería Cuántica y después a un curso intensivo para formarme como terapeuta. Ese crecimiento interior y todos los cambios que estaban dándose en mí, me motivaron a emprender un viaje al desierto del Sahara para especializarme.
Fueron 40 días en este maravilloso lugar. Allí me enamoré de la geometría sagrada, aprendí a usar la luz, el color y la información que está disponible para todos nosotros en el campo cuántico y a escuchar el lenguaje del corazón, ya que posee toda nuestra información verdadera (constituye la base fundamental de la Bioingeniería Cuántica) y seguí, además como regalo adicional del Universo, conectándome con la naturaleza.
Esta etapa fue, a su vez, una preparación para el siguiente revolcón que me daría la vida. Regresé del desierto creyendo que me iría definitivamente a Michigan, pero la vida dispuso que un mes después regresara porque mi hermana querida, mi segunda madre y mi amiga incondicional, falleció mientras yo volaba de regreso a México. Iba en el avión no solo con el corazón roto porque probablemente no la alcanzaría a ver nuevamente con vida, sino porque, en mi interior, sabía que no me iría a vivir a EUA y que, probablemente, ya no seguiría en esa relación. Así pues, mis ojos vieron finalmente lo que no había podido ver antes: mi corazón ya no quería estar allá. Inicié la pandemia con dos duelos muy grandes, pero muy agradecida de poder estar no solo en mi país sino en mi casa también. ¡Era, nuevamente, un momento de incubación!
Por otro lado, la cristaloterapia me ha abierto tanto los ojos, como el corazón, al mundo de los cristales; antes era una atracción muy fuerte la que sentía hacia ellos, pero hoy estoy enamorada, al comprender todo lo que encierra este mundo maravilloso. Estoy cautivada con su formación, su poder, su presencia e importancia en la Madre Tierra. Y se le suma esto que es maravilloso: estoy doblemente fascinada trabajando en el diseño de mis piezas, ya que no se trata solamente de la belleza que podemos ver en sus formas, texturas, colores sino también en el bienestar y orden que generan en nosotros con sus propiedades.
Decidida a permanecer en México y a no renunciar a OSAYA, pues Osaya soy yo, contraté a una agencia de marketing digital para darle un giro. La pandemia fue el jalón final que necesitaba para entrar de lleno en el tema del comercio digital. No ha sido fácil este camino, yo estaba acostumbrada a vender en persona. Pero ahí tenemos otra señal de la vida: me ha llevado a flexibilizar mis creencias, abriéndome, confiando en que para tener resultados diferentes hay que hacer cosas diferentes y aquí estoy flojita, fluyendo, cooperando y ¡esperando lo que la vida traiga ahora para mí!